Por Ignacio Mardones
8 September, 2025

“Me lanzaban piedras, me echaban tierra en el cabello o a veces me escupían por la espalda…”.

A la mayoría nos costó alguna materia, ramo o disciplina en la escuela. Sólo unos cuantos dieron sonrisas a todos los profesores. Las clases de educación física eran algo que varios solían disfrutar, esto debido a que era un espacio en donde podías jugar, hacer deporte y gastar energía. Sin embargo, también existen los chicos que odian correr, jugar fútbol o hacer cualquier tipo de esfuerzo físico. La historia a continuación es sobre Arnaldo, un muchacho de 14 años con problemas de sobrepeso, que aprendió una valiosa lección de su profesor de gimnasia:

Me acuerdo de cuando tenía 14 años y me dolía mirarme al espejo. Mi obesidad me hacía la vida imposible. Mis compañeros me molestaban por eso, cada día en la escuela era un infierno. Lo peor eran las clases de educación física, simplemente no las soportaba y tenía que asistir dos veces por semana. Ponerme el pantalón corto era una tortura porque me daba cuenta de lo ridículo que me veía. Intenté faltar innumerables veces; buscaba cualquier excusa, inventaba una enfermedad o alguna dolencia extraña sin causas detectables. Pero los profesores me conocían demasiado bien. Sobre todo uno, llamado Genaro. Él ha sido una de las personas que más ha impactado en mi vida. Y no sólo como docente, sino que como amigo.

En la primera clase que tuve con Genaro me di cuenta de que era alguien diferente. Había dado la orden de dar tres vueltas a la cancha, cosa que me costaba mucho. Mis compañeros aprovechaban de molestarme cuando me quedaba sin aliento en alguna curva. Me lanzaban piedras, me echaban tierra en el cabello o a veces me escupían por la espalda. Llegaba a la meta jadeando, sucio, frustrado, y siempre los profesores me decían que tenía que ir a lavarme. Yo no contestaba a ese reto porque, después de todo, prefería evadir tiempo de clases que tener la razón. Bueno, en la primera clase Genaro se percató de que los otros me molestaban y fue hacia ellos para hacerles una advertencia: el que me molestara, tendría que hablar con el rector de la escuela.

Las clases siguientes no fueron diferentes. Él siempre me apoyó, a pesar de que yo no podía rendir mucho. Sus palabras de ánimo me sirvieron para tolerar al resto de los alumnos acosadores. Sin embargo él era profesor y tenía que cumplir con su trabajo, eso significaba hacerme aprobar o reprobar su asignatura. Claramente yo estaba para reprobar, las pruebas de resistencia física eran demasiado para mí y ni siquiera podía arrojar un balón con las manos más allá de unos cuatro metros. Mi gordura me lo impedía todo.

Genaro se me acercó una tarde, mientras yo esperaba a que mis compañeros desocuparan las duchas para bañarme sin recibir ofensas. Él se sentó en la banca, junto a mí, y me dijo que si no mejoraba en su clases tendría que reprobarme. Asentí con la cabeza. Tenía ganas de llorar por la humillación. No podía entender cómo teniendo 14 años mi cuerpo se ensanchaba tan desmesuradamente. Maldita genética, malditos bagels y huevos con tocino. Luego de advertirme que podría reprobar, me hizo un amable ofrecimiento. Me dijo que por las tardes, él podría ayudarme a ejercitar para las pruebas finales. Le respondí que muchas gracias, pero que no me sentía capaz de aceptar su oferta. Le expliqué que estaba bien, reprobaría y pasaría todo el verano en un período extra de escuela para no atrasarme, como siempre me sucedía.

A la salida de la escuela, cuando iba a un local para comprarme algo dulce antes de caminar a mi casa, me encontré con Genaro. Llevaba su pantalón deportivo de siempre y me hizo un gesto con la mano. Yo me acerqué y entonces me dijo que me acompañaría trotando a mi hogar. Él vivía cerca, por lo que no se desviaba de ruta. Yo tuve que aceptar. Me puse el morral al hombro y comenzamos a avanzar. Al ver que me estaba costando trabajo seguir el ritmo, tomó el paquete de frituras que había comprado y lo arrojó al basurero. “Es mejor que dejes ese basura”, me dijo, con los ojos fijos en el camino. Llegamos a mi casa y se despidió muy amablemente. Este hábito continuó por varias semanas. Cada vez me cansaba menos, tenía energía para llegar sin detenerme e incluso yo mismo me restringía ciertos alimentos.

En las clases de educación física, los demás alumnos habían dejado de molestarme. Me veían más motivado, ya no tan disminuido como antes. Además, Genaro les había hecho esa gran advertencia. Las prácticas de las pruebas me salían bien, aunque todavía no estaba al nivel para pasar la asignatura. Debía correr siete vueltas, saltar vallas, trepar unos tubos metálicos y luego hacer cuarenta abdominales. Yo había mejorado, pero eso seguía siendo para mí algo sobrehumano. Genaro entendía mi proceso y por eso extendió nuestras jornadas de ejercicio. Ahora pasábamos al menos una hora más corriendo por nuestros barrios. Sólo quedaba una semana. Entonces, me dijo que tendría que viajar fuera de la ciudad a ver a su madre que estaba enferma, y que estaría de vuelta para las pruebas. Sin embargo era mi responsabilidad prepararme adecuadamente.

Yo seguí sus instrucciones, mantuve la rutina de ejercicios, pero el día de las pruebas llegó y escuché a uno de mis compañeros decir que el profesor había faltado y que tendríamos un reemplazante para dar los exámenes. Fue ahí cuando comencé a temblar, no sabía si podía dar mi máximo esfuerzo frente a un desconocido. Cuando entramos a la cancha, volvieron los acosos, los sobrenombres y apodos que me hacían sentirme como alguien despreciable. Todos hicieron las pruebas, todos habían aprobado. Sólo quedaba yo, con mi gordura y mi inseguridad que había vuelto de súbito. Empecé muy mal, me caí y rodé por el suelo mientras los demás se reían. No me quería parar. No quería seguir con esto, pero pensé que si lograba hacerlo, Genaro estaría tan orgulloso de mí que esa sería la mejor forma de agradecerle la ayuda.

Di mi máximo esfuerzo y lo logré. Al principio me pareció increíble, porque bastó con ponérmelo como un objetivo que necesitaba cumplir para que todo se volviera claro. Tenía muchas ganas de contárselo a Genaro, pero éste sólo volvió a clases dos semanas después. Justo la semana final de escuela. Me dijo que había venido a buscar un cheque, tendría que volver al sur a acompañar a su madre porque no le quedaba mucho tiempo de vida. Yo lo consolé. Lo abracé y le dije que finalmente había logrado superar las pruebas y que no tendría que gastar otro verano. Él estaba feliz por mí, aunque la situación no parecía justa. Su madre iba a morir y él había sido tan bueno conmigo. Pensé eso y entonces mis extremidades se alargaron para darle un abrazo. Le dije “gracias, nadie había hecho tan por mí”. Y los dos comenzamos a llorar.

Salimos de la escuela, todos estaban felices y lanzaban sus cuadernos al aire para celebrar el fin de año. Nosotros compartíamos una emoción extraña, éramos amigos y nos estábamos dando cuenta de eso. Yo hice algo por instinto: comencé a trotar. Tomé nuestro camino de siempre. Pasaron un par de segundos y entonces Genaro me alcanzó. Ahora tenía una leve sonrisa en la cara, eso era suficiente. Yo sonreí también. Nunca más volví a cansarme en el regreso a casa.

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