“Entonces no pude evitar mirar los ojos de esa niña que sólo estaba con una blusa rosada y un calzoncito blanco sentada arriba de una cama inmunda”.
Esta historia trata sobre un tipo que no quiso ayudar a una mujer en apuros. Es un ejemplo de como, muchas veces, vivimos en un ensimismamiento tal que ya ni nos interesamos por los problemas de las personas que nos rodean. A veces es bueno darnos cuenta que con un pequeño gesto podemos cambiar muchas cosas. El protagonista de esta historia no lo hizo y su culpa le trajo muchos problemas.
He tratado de olvidar lo que vi aquella noche en el metro pero no lo he podido lograr. Me ha costado conciliar el sueño. Mi esposa me preguntó que me pasaba, pues el otro día desperté llorando de una pesadilla. Le inventé que había soñado con mi padre fallecido hace algunos meses, pero no… no he podido olvidar lo que me mostró esa señora que se sentó a mi lado en el fondo del último vagón del metro vacío donde yo yacía bastante adormilado, después de una larga jornada laboral y unos cuantos tragos con unos colegas.
Por su cara parecía ser de algún país asiático y lo confirmé cuando se sentó a mi lado. Pues apenas me comenzó a hablar dejó entrever un idioma muy curioso. Le quise preguntar de dónde era pero no me dejó hablar. Escuché su monólogo durante varios minutos y no entendí una sola palabra. Luego me mostró un papel con una dirección. Era una calle que no conocía así que negué con mi cabeza. Ella pareció entenderme.
Luego sacó las fotos. Quisiera olvidarlas pero no puedo. Estaba borracho pero aún así no puedo olvidarlas. Una con niñas encadenadas. Otra con niñas desnudas. Y la última una pequeña semidesnuda que no superaba los doce años sentada sobre una cama. Yo me molesté cuando me mostró esas imágenes pues pensé que quería venderme algún servicio sexual que me repugnó. De hecho, con fuerza aparte su mano, la que sostenía esas tres imágenes. Se le cayeron y las recogió rápidamente ante la mirada furtiva de un tipo que estaba en el otro vagón, parado, mirándonos. Luego, cuando el metro paró en la siguiente estación el hombre se bajó sin mirar atrás. Quedamos sólo ella y yo. Quizás había más gente en otros vagones pero en ese momento estábamos los dos, nadie más.
La mujer volvió a dirigirse hacia mí a pesar de que le había dado la espalda. Repetía: “Por favor, ayuda”. Eso era lo único que podía entender en su pésimo español. Cuando por fin la miré, con su dedo índice huesudo y tembloroso, apuntó a una de las niñas de la foto que volví a mirar con asco. “Hermana”, dijo. Entonces no pude evitar mirar los ojos de esa niña que sólo estaba con una blusa rosada y un calzoncito blanco sentada arriba de una cama inmunda. Miraba a la cámara con terror como quién sale a la luz después de estar mucho tiempo en la oscuridad.
Después siguió hablando en su idioma y sollozaba. Yo no entendía nada. Pero me imaginé de qué se trataba. Luego por el altavoz del metro se anunció la llegada a la estación donde me tenía que bajar. Se lo dije a la mujer que tironeaba de mi camisa y seguía llorando. Parecía rogar en su idioma. Yo me solté y salí corriendo del metro. Ella se quedó en el mismo lugar llorando. Después me miró a los ojos mientras a través de las puertas de vidrio mientras la máquina se movía hacia el túnel oscuro que la llevaría a la siguiente estación.
Nunca más supe de ella. Hasta hoy me arrepiento de no haber hecho nada y todavía no se lo he contado a nadie. Hasta ahora…