“Pensé lo peor. Este tipo algo iba hacer. Por como me miró se notaba que quería algo sexual conmigo. Si me trataba de tocar iba a gritar o le daría un fuerte punta pie en los testículos. Me apoyé en la pizarra y esperé lo peor”.
Una relación entre un profesor y una alumna está penado por ley. Sería aprovecharse de una menor de edad. Además es un tema tabú, algo que no puede suceder. Sin embargo en esta historia, esta frontera es traspasada, en algún sentido, por uno de sus protagonistas. Un juego de miradas que terminó muy mal.
El profesor Eduardo era el más guapo de toda la escuela. Al menos eso decían todas. Yo no encontraba que fuera para tanto. Pero la Eve y la María siempre lo miraban embobadas durante toda la clase. Era impresionante. Incluso escuché que una vez una chiquilla de cuarto curso le regaló una carta declarándose, pero no sé si será verdad. El tipo todavía no cumplía treinta años y ya estaba dando clases de Lenguaje y Literatura. Era un buen profesor o al menos muchas de mis amigas y amigos lo creían. Yo no tanto. Siempre nos mandaba esos libros gigantes que me parecían muy aburridos. Y además se creía amigo de todo el mundo. No soporto a ese tipo gente.
Yo cumplía en su clase pero siempre al límite. Tampoco es que iba a reprobar pero era una más del montón. Pero ese día que me empezó a mirar fue uno de los peores días de mi vida. Me acuerdo y me dan ganas de enterrarme viva. Fue lo peor que me pudo haber pasado en la vida.
Fue el día del examen de “Cien años de soledad” de García Márquez. Tuvimos como un mes para leer esa novela pero a mí tanto nombre me volvió loca y dejé el libro como a las 60 páginas. Antes de la prueba me leí esos resúmenes que hay en internet y también anoté todos los nombres de los personajes (creo que armé un árbol genealógico completo) en un papelito que guardé en el bolsillo de mi chaleco. Soy bastante precavida.
¡El profe Eduardo era conocido por ser un maldito! Preguntaba detalles minuciosos o descripciones de personajes y en este examen lo hizo. Por eso ese apunte me iba a salvar. Siempre fui buena para copiar. Al menos en biología y álgebra lo hice siempre. Era mi método infalible.
Cuando comenzó el examen el profe se paró frente a todos mirando con las manos atrás de la espalda. Vigilaba como un guardia de prisión. Tenía su maldita sonrisa de siempre y su barbita de tres días. Esperé. Luego cuando dio una vuelta por la parte de atrás de la sala de clases aproveché mi oportunidad. Yo me sentaba en la tercera fila así que saqué mi pequeña “ayudita”.
Sus pasos resonaban en la baldosa y cuando se acercó a mi lugar lo guardé bajo la falda del uniforme, sobre mis piernas. “Ahí jamás lo verá”, pensé.
Cuando el profesor se sentó en su mesa, en la esquina contraria a mi lugar, y comenzó a leer un libro yo me levanté la falda por sobre mis muslos y comencé a copiar todo lo que pude del papelito. Miraba hacia abajo y luego a la prueba sin titubear. Sabía que si dudaba y miraba al profe me delataría. Uno atrae la vista al hacer eso.
Creo que estuve así unos quince minutos. Y cuando quise chequear que todo andaba bien me di cuenta que el profesor me estaba mirando fijamente… pero no a los ojos, a las piernas. Su mirada era de placer. Su sonrisa era diferente.
Había visto esos ojos antes. En mi ex novio, en sus amigos, en el panadero de la esquina de mi casa cada vez que camino de vuelta de la escuela y en el imbécil que salió un par de veces con mi mamá. No paró de mirarme las piernas en toda la hora de la prueba. Incluso creo que me guiñó un ojo cuando lo miré de vuelta. “Cerdo asqueroso”, pensé. Lo odié con toda mi alma. Además de ser un caliente no me dejó seguir copiando… aunque igual alcancé a rellenar bastante con el apunte.
Cuando sonó la campana para salir al recreo y había que entregar el examen fui una de las últimas en salir. El profesor me llamó por mi nombre desde la puerta. Mis amigas dijeron al unísono “uuuu” y se rieron burlona y coquetamente. Yo no les hice caso, me di la vuelta y entré a la sala de clase. Pensé lo peor. Este tipo algo iba hacer. Por como me miró se notaba que quería algo sexual conmigo. Si me trataba de tocar iba a gritar o le daría un fuerte punta pie en los testículos. Me apoyé en la pizarra y esperé lo peor.
Primero cerró la puerta y luego me dijo algo que me descolocó completamente. “Señorita X, usted tiene lindas piernas sabe…”. Me quise morir ahí mismo. Me sonrojé y miré hacia abajo. Mi corazón comenzó a latir muy fuerte. En mi mente era mucho más fácil ser valiente al parecer. Luego se acercó como si quisiera besarme. Apoyó su mano en la pizarra y cuando estaba muy cerca me susurró al oído algo que nunca olvidaré: “Entrégueme ese papelito que se guardó en el bolsillo y la próxima vez léase el libro”. Después que se lo entregué, se alejó y comenzó a guardar sus cosas en un maletín de cuero. Yo quedé petrificada. Salió y yo seguía mirando hacia abajo casi sin poder respirar.
Tuve mala nota en ese examen pero aprobé el ramo. No volví a ocupar esa técnica para copiar nunca más.