Seguramente nunca lo habías mirado de esta manera.
Es impactante cómo vivimos en el imaginario casi todo el tiempo, no dándonos cuenta de la cultura de la que formamos parte. No deja de impresionarme la manera en que somos manipulados por nuestra misma sociedad desde que nacemos hasta que nos morimos, sumergidos en unos esquemas que no decidimos y a los que sin embargo debemos apegarnos para encajar.
Especialmente las mujeres vivimos sometidas y decidimos por voluntad propia encadenarnos a los cánones de belleza que rigen nuestro presente, los cuales a través de los medios que dominan el momento nos manipulan y nos inculcan nuestra propia denigración y rechazo para siempre buscar en algo externo el volverte mejor.
El más claro y sutil ejemplo de esta dependencia a la que nos sometemos es al maquillaje y todos los productos que nos ponemos para tratar de vernos mejor, para mejorarnos… para “arreglarnos”.
No nos damos cuenta del significado real tan denigrante que contiene la palabra “arreglarse” en el sentido de vestirte bonita y maquillarte. Sólo pensemos, ¿qué significa arreglar? Arreglar es mejorar, reparar algo que no se encuentra en buen estado.
¿En qué nos hemos metido? ¿En qué momento dejamos de hacer consciencia de las propias reglas que nos rigen?
Cuando yo hace poco hice consciencia del espantoso término que usamos al maquillarnos me di cuenta de la realidad social en que vivimos: nunca somos suficientes; ni suficientemente guapas, ni inteligentes, ni suficientemente humanas para ser tratadas como tal.
Nosotras mismas nos bajamos a un nivel inferior al del humano, en el que somos tratadas como cosas que no tienen un valor por sí mismas, sino una utilidad práctica a través del valor estético que se nos da. Útiles para la mercadotecnia, para la economía, para la industria; somos el títere de todas estas por igual.
Ahora me doy cuenta de que en realidad la tecnología y los medios de comunicación no forman el cuarto poder en nuestro país, en realidad forman el primer poder en el mundo.
Los humanos somos tomados como el objeto de todo proyecto y sin embargo, nos hacen creer que todo lo demás está hecho a nuestro servicio cuando en realidad es lo opuesto. Inconscientemente en automático servimos a los medios, los alimentamos y nos hemos convertido en un producto de ellos. Lo que en su momento fue el objetivo de la Revolución Industrial se ha convertido en la inutilidad, el hacer por hacer, vender por vender, crear necesidades falsas para acrecentar intereses particulares.
¿Cuándo fue que se volvió indispensable para la mujer un lipstick o un rimmel?
Hemos vuelto de un simple par de zapatos o un pedazo de piel convertido en bolsa en perfectos fetiches.
La racionalidad del hombre es lo que lo distingue de los demás animales por lo que es lo primero que deberíamos buscar desarrollar, pero en vez de eso nos volvemos cada vez más como animales, sin pensar, actuando instintivamente por impulsos, siguiendo la mecánica acción-reacción, siempre en “modo automático”.
Nos volcamos en siempre tener más, competimos sin sentido entre nosotros dándole más valor a quien más posee, en vez de valorarnos por lo que en el fondo somos.
Nuestra cultura nos mal-educa, nos inculca valores erróneos, nos impulsa a poner nuestro valor como personas y nuestra felicidad en cosas externas pasajeras: nuestra casa, nuestro coche, nuestras pertenencias, nuestro dinero, etc.
Todos buscamos un fin común: la felicidad, pero es lógico que con el sistema en el que vivimos muy poco llegan a serlo.
Sólo las personas que ven más allá de lo inmediato llegan a ser verdaderamente felices, porque logran distinguir lo que son de lo que tienen, lo que en realidad no les pertenece. Logran ver la diferencia entre el “yo” y el “ello”. En cambio los demás nunca llegan a serlo, porque ponen su felicidad en todo lo externo menos en ellos mismos ya que inconscientemente creen que ellos son todo eso que piensan que los puede hacer plenos.
Más particularmente, lo mismo pasa con las mujeres pero mil veces peor, porque las cosas en las que ponemos nuestra felicidad son mucho más apegadas a nosotras físicamente. Es decir, ponemos la felicidad en cosas que son más fáciles de confundir con el “yo” porque se encuentran en nuestros cuerpos.
Ponemos nuestro valor en qué tan buen cuerpo tenemos, qué tan bonitas o guapas somos, qué tan altas o esbeltas nos vemos, qué tan bien nos vestimos, etc.
La sociedad nos ha enseñado que nunca somos suficientes así como en realidad somos; siempre nos va a faltar algo para ser casi perfectas y por eso nos “arreglamos”.
No respetamos nuestro cuerpo ni nos valoramos como deberíamos.
Alabamos a figuras que representan esa perfección visual para nosotras, personas que simplemente son eso: personas. En vez de abrazar nuestras diferencias y reconocernos como bellas por eso que nos distingue de las otras, ponemos un modelo como si fuera un Dios y no sólo lo alabamos, sino que tratamos de imitarlo y nos frustramos por no alcanzarlo.
Condicionamos nuestra felicidad a ser así, iguales a las demás, sin originalidad ni autenticidad. Aprendemos a que nos guste lo mismo, el mismo modelo físico, la misma ropa, el mismo maquillaje, el mismo estilo, etc.
Las personas que por naturaleza caben dentro del estereotipo que aceptamos pueden sentirse afortunadas por no tener que esforzarse tanto para alcanzarlo, pero viven condenadas a que la gente las quiera conocer en principio por eso, por ser casi perfectas. En cambio, la mayoría de las que no se acercan a ese estereotipo viven frustradas, deprimidas, sin valorarse o quererse lo suficiente porque nunca alcanzan lo que la sociedad les dice que las va a hacer felices.
Para nuestra cultura la más feliz es la que tiene más dinero, el pelo más bonito, la que se puede poner la ropa más de moda y que posee el cuerpo para lucirla, la que se ve mejor, etc., cuando en realidad las cosas son casi opuestas, obviamente siempre con sus excepciones.
Debemos aprender a no aferrarnos a lo físico, a un lipstick o un rimmel que busca esconder nuestra originalidad para tratar de hacernos más parecidas a las más bellas.
Hay que separar lo que somos de todo lo demás, darle su debida importancia a las cosas y quitarnos de la cabeza el término denigrante “arreglarnos”, como si algo estuviera mal en nosotras. Usemos simplemente las palabras que representan las acciones tal y como son: pintarnos, peinarnos, etc., pero nunca arreglarnos porque no hay nada que arreglar.
Nuestra esencia es perfecta y el físico que nos diferencia lo es aún más. Un lipstick y un rimmel deben ser considerados sólo un accesorio complementario a la belleza propia, no utensilios que contribuyan a clasificar quién es más o menos bella en base a quién se le levantan más las pestañas o se le ven más sexys los labios.