Con 12 años dio a luz a su hija, y hermana.

Claro, ahora entiendo por qué el juez dejó a mi papá en libertad. Al principio me costó entenderlo pero cuando el juez se refería a la justicia, señaló con su dedo a la estatua de una mujer que sostenía una balanza de dos platillos. Ella tenía los ojos ¡¡¡vendados!!!! 

Obvio, de todos modos las estatuas no ven. Tampoco oyen pero… si éste es el símbolo ¡claro, ahí está la cuestión! 

Todos oyeron las palabras importantes de los abogados. Especialmente las de mi papá que también resulta ser abogado y está paralizado de la cintura para abajo en una silla de ruedas desde hace cinco años. También escucharon a todos los adultos pero, nadie observó mis ojos que ya están así de chiquitos de tanto llorar. Ella tampoco. Nadie se detuvo en mi alma que está toda rota. Claro,¿quién puede ver un alma? Pero tampoco miraron mi piel que me duele ni bien me tocan aunque sea para abrazarme de cariño. 

Es tan fácil creerle a uno que viene con saco, corbata y bien peinado. Y si encima está en una silla de ruedas provocando lástima y hablando bien… Y a mí, que soy una chica flaquita, con el pelo maltrecho, pálida y de pocas palabras, quién me va a creer.

Ya no sé cómo hacer para seguir viviendo. Me llamo Sara y tengo 17 años.

Me cuesta respirar. El aire no quiere entrar a mis pulmones ni las ganas de vivir a mis huesos.

Al revés. Me quiero morir todo el tiempo pero, hasta para eso soy cobarde. Debe ser Ángeles, mi ángel que me mantiene viva.

También fui cobarde al dejar que mi viejo abusara de mí tantos años y creerle todo lo que me decía. En realidad no es que me “dejé abusar” sino que él era quien ponía las reglas. Yo era la pequeña frente a él. A veces me decía cosas buenas como que yo era muy linda, muy especial y otras veces cosas tan feas como que me iba a matar o matar a mi mamá. A decir verdad, esa no me hubiera importado tanto, pero cuando me decía que si yo no me dejaba, iba a agarrar a mi hermanita ahí sí, perdía todo. No quería que la toque.

Ella era muy dulce, muy chiquita, tenía 5 añitos e iba al jardín de infantes con el delantal a cuadritos rosa con un conejo bordado en el bolsillo.

Si hubiera sabido. ¡Qué hijo de puta! ¡Qué reverendo hijo de puta!

Si hubiera sabido que a ella también la molestaba. Si yo lo hubiera sabido, lo asesinaba. Ella era pura, un angelito. Yo ya era grande, tenía 9 y estaba en 4to grado.

La maestra que antes me quería, ahora me retaba todo el tiempo porque yo no hacía los deberes y me quedaba como dormida en la clase. No es que lo estaba del todo sino, “como dormida” porque los ojos los tenía abiertos, bien abiertos. Había aprendido a dormitar con los ojos abiertos. Por las dudas ¿viste? No sé para qué, porque igual nunca me sirvió de nada.

Mi papá entraba de noche, aunque yo me hiciera la dormida. Se metía en mi cama. Primero me hablaba suavecito, yo no le contestaba. Él sabía que yo no podía estar durmiendo porque estaba muy muy dura, como un palo. Igual, él seguía acariciándome; primero el pelo, la cara y, el cuello y después el resto. Yo no podía defenderme. No quería que se despertara mi hermanita. Él me amenazaba diciendo que si se despertaba, también se lo iba a hacer a ella. Y después, la verdad es que, no puedo acordarme. Era como que me desmayaba o no estaba o no sé. ¿Si te digo que se me iba el alma, me creerías?

En el colegio me iba cada vez peor. Íbamos a uno parroquial muy caro y de clase muy alta en la zona norte del Gran Buenos Aires. La señorita ni me preguntaba, me seguía retando y tachando el cuaderno en rojo. Me daba miedo contarles a mis amigas. No sabía si lo que estaba pasando estaba bien o mal. ¿A ellas también les pasaba? ¿Así eran todos los papás? El mío me decía que sí, que así era siempre y que era de buena hija callarse la boca y seguir durmiendo. Por eso es que no le contaba nada a nadie. 

Un día en el colegio de tanto que me dolía la cola no me podía ni sentar en mi silla. Ahí ya tenía 12 años casi terminando 6to grado. También me dolía la panza. Y estaba un poco mareada.

La profesora de lengua me mandó a la dirección. La directora, que era monja, me llevó a la enfermería del colegio y ahí, empezó a ponerse todo más difícil. Me dieron algo para el dolor de panza, unas gotitas amargas. Pensaron que tenía parásitos, que por eso me picaba la cola.

Pero también empezaron a hacerme preguntas: que si me había pasado algo raro con algún compañero del colegio, que si algún chico de la secundaría me había besado, que si… Y yo, nada. Les decía a todo que no, porque era la verdad. Ninguno de ellos, me había hecho nada.

Cuando quise empezar a hablar de mi papá, ahí no me dejaron terminar. ¿Por qué? Porque ni bien lo nombré, enseguida empezaron a hablar entre ellas de lo genial que era, de todo lo que ayudaba en la escuela, de que era un abogado muy importante, de que formaba parte de la comisión directiva y de que daba un montón de plata para las becas de los chicos que no podían pagar las cuotas de la escuela que era carísima. Claro, ni se les cruzaba por la cabeza que ese señor que ellas conocían a la luz del día, era uno que en la oscuridad de la noche, se transformaba en un monstruo.

En realidad uno de los chicos del cole, sí había querido darme un beso en una fiestita de cumple. Él me encantaba y yo quería ser su novia, casarme y todo eso. Pero cuando quiso besarme mientras jugábamos a la botellita, lo agarré a las piñas delante de todos. No sé por qué. Yo sí quería a ese chico y sí quería ese beso pero, había un monstruo dentro de mí que me hacía pegarle y pegarle y pegarle. Tuvieron que separarme y todos creyeron que yo estaba loca y era cierto, ¡yo estaba loca!

Al día siguiente, en el recreo fui a hablarle pero él no quiso ni que me acercara. Le pedí por favor que me diera otra oportunidad, que no sabía lo que me había pasado que quizás me había asustado porque era el primer beso de un chico… Eso le gustó. El primer beso de un chico. Quiso ser el primero. Así que quedamos en vernos a la salida del cole y tomar un refresco en el kiosco de la esquina. Me fui recontenta. En el último recreo, fui al baño, me lavé bien la cara, me peiné y me puse lo más linda que podía. 

Ahí estaba él, parado en la puerta de cole esperándome como un actor de cine. Me dio la mano y nos fuimos al kiosco a tomar algo. Yo estaba re feliz. Charlamos, nos reímos, y todo bien. Después me dijo que me acompañaba hasta casa. Yo vivía a siete cuadras del colegio. Le dije que sí. Comenzamos a caminar hacia allí. Dos cuadras más tarde, me pasó el brazo por mis hombros. Ahí empecé a ponerme dura como un palo y cuando me quiso besar, otra vez lo agarré a las piñas. Otra vez, el monstruo salía de adentro mío.

Él me insultó, me dijo de todo, que estaba loca, que me internara en un loquero, que era un bicho que… Ya no lo pude escuchar  más y me fui corriendo. Él tenía razón. ¡Yo era todo eso!

Llegué a casa llorando, destrozada y muerta de hambre. Hacía ya unos meses que siempre tenía hambre y comía y comía y comía y me ponía cada vez más gorda. La ropa no me entraba. Los pantalones de gimnasia sí porque tenían elástico y me los ponía por debajo del rollo de la panza, la túnica del colegio la usaba sin el cinturón y listo. La maestra me retaba por eso todos los días pero no me importaba. 

Me llevé varios paquetes de galletitas a la cama y me fui a dormir.

Al rato me desperté escuchando gritos. Eran mi mamá y mi papá que discutían gritando a más no poder. Habían llamado del colegio a mi casa. Y habían preguntado por mí.  No sé por qué eso armaba tanto escándalo entre ellos. Porque para esta altura del partido ya era normal que llamaran del colegio y se quejaran de que yo no hacía nunca nada, que estaba siempre ausente, que me cansaba en las clases de gimnasia y que me peleaba con todos los varones.

En el medio de todo, escuché que mi papá le gritaba a mi mamá que todo era culpa de ella porque no hacía las cosas bien, como una buena esposa. Y que nos teníamos que mudar de casa a una más grande para que mi hermana y yo no durmiéramos más juntas. Y que yo estaba poniéndome gorda y que…. Gritaban cosas mezcladas que no entendí. Y ahí me quedé dormida.

A la mañana siguiente, hicieron de cuenta que no había pasado nada. Que la discusión había sido porque si la casa nueva tenía o no que tener jardín con pileta. ¡Sí, claro! Eso me encantaba.  Pero que antes nos íbamos a vivir unos meses al campo de unos tíos porque había que construir la casa. Y para hacerlo necesitaban vender la nuestra para tener plata. Yo ni sabía que tenía tíos en el campo. ¿De dónde habían salido? Todavía faltaba un mes para terminar las clases pero no les importó. Nos teníamos que mudar ¡Ya! 

Pero voy a perder el año, no voy a pasar de grado.- protesté.

No, no te preocupes que en el campo vas a tener una maestra que te va a ayudar a preparar todos los exámenes de fin de año y no vas a perder nada. Además ahora que vas a tener un bebé…

Qué ¿¿¿qué??? ¿¿Un bebé?? ¿¿¿Quién va a tener un bebe??? 

¡Qué vergüenza!-  decía mi papá.-  Así que anduviste con tu noviecito haciendo porquerías y ahora, ¡¡¡qué vergüenza!!! ¿Qué les vamos a decir a todos? 

Mi mamá lloraba. 

¿Por qué? ¿Por qué lloraba mi mamá? No lo sabía ni le iba a preguntar.

A mi hermanita la dejaron que se quede a terminar las clases en la casa de su mejor amiga. Y nosotros tres, mi mamá, mi papá y yo, nos fuimos al campo. A esos tíos no los vi nunca. Eran inventados. ¡Todo era inventado! Mi novio también, yo no tenía novio. Lo que no era inventado era mi panza que crecía y crecía y crecía. Y yo que seguía comiendo.

La del bebé seguía sin entenderla. 

Yo no quería que me trajeran ningún bebé. Yo era una nena que ni siquiera había terminado el primario. ¡Qué bebé ni qué bebé!

En el campo todo era muy aburrido. No había nada para hacer. Nadie con quien hablar, así que yo seguía escribiendo y dibujando en mi diario. La profe que me prometieron no apareció jamás. Y las discusiones entre mis padres eran cada día peores. Cada noche más fuertes.

Una noche de tormenta, de esas llenas de electricidad, se escuchó un trueno que parecía partir el aire y junto con ese trueno, algo se partió dentro de mí y me hice pis encima. Me asusté. Me dolía con un dolor que no había sentido nunca antes. Fui al baño. Parecía pis pero no era.  Era un líquido que me caía por las piernas.

¡Rompió bolsa! – Gritó mi mamá y se desmayó.

Mi papá la sacudió para que volviera en sí. Me llevaron a mi cama y me dijeron, ahora prepárate porque te va a doler mucho mucho más y vas a tener un bebé.

¿¿Qué bebé??? ¡¡Yo no quiero un bebé!! – grité llorando de dolor.

Ahí nomás mi papá me dio una cachetada. Y me insultó diciendo otra vez lo de mi novio. ¿Qué novio? ¡Yo no tenía novio! 

Ah no, y entonces ¿cómo te quedaste embarazada? – gritó.

Yo no estaba embarazada, estaba gorda de comer tanto.

¿Y por qué te pensás que vinimos al campo? ¡Maleducada! ¡Hija del diablo! ¡Puta! ¡REPUTA! – Gritaba mi papá cada vez más fuerte.

Mi mamá lloraba. ¿Por qué lloraba? ¡Qué sé yo!

La tormenta seguía afuera en el cielo y adentro en mi cuerpo. 

Sentí que me partía en mil pedazos. Hice fuerza, mucha fuerza, me dolía tanto que pensé que me moría. Otro trueno, otra fuerza para afuera y un llanto que se mezclaba en nuestro griterío. ¿Un llanto? 

Sí, era un bebé. Mi bebé. Era una nena. No sé de dónde saqué fuerzas pero la agarre en mis manos, sacándosela a mi papá de las suyas ensangrentadas y la puse instintivamente sobre mi pecho. Ángeles se agarró a mi teta y comenzó a tomarla.

Yo era un manojo de miedo, de amor, de bronca, de dolor, de llanto, de desesperación, de sangre. Me había hecho caca de tanta fuerza, todo era un asco pero a Ángeles pareció no molestarle porque tomando mi teta dejó de llorar.

Yo tenía 12 años y en mis brazos dormía mi hija y hermana.

Cuando mi papá se acercó hacia mí y quiso quitármela, le pegué con un velador que estaba sobre la mesita de luz. Le salió sangre de la nuca.

¡Me las vas a pagar! – me gritó apretando sus dientes caído en el suelo – ¡Hija del diablo!

Desde allí, desde el suelo porque ya no se podía parar, manoteó la manta para quitarme a la bebé. Y yo volví a defenderme como nunca antes había logrado hacerlo.

Nooo, vos me las vas a pagar a mí. – contesté con una fuerza que no sabía vivía dentro mío –  A mi Ángeles no la tocas porque te mato.

No me escuchó.

No lo maté, pero nunca más pudo caminar.                     

Lamentablemente, es muy difícil identificar a un abusador. Se esconde detrás de las más diversas máscaras.  La mejor forma es prestando mucha atención a las víctimas que de distintas formas van mostrando signos silenciosos, pero que si ponemos todo nuestro esfuerzo, los podemos ver. 

Los abusadores pueden ser personas de muy bajo nivel socio-económico pero también de mediano y muy alto. Pueden  tener títulos universitarios o que ni siquiera sepan leer y escribir. Pueden ser muy alegres y buenos anfitriones u hoscos y malhumorados. Pueden ser médicos, mecánicos, abogados, psicólogos, plomeros, carpinteros, gobernantes y jueces. No importa de qué trabajen ni cómo se vistan. Hay abusadores en todos los niveles socio-económicos y culturales. Los hay que viven en grandes mansiones y los que viven en casas muy precarias.

¡El abuso no distingue razas, religiones, color de piel, dinero ni educación!

¡Rompamos el silencio, abramos los ojos!

*Este relato fue escrito por Adriana Strupp, Lic. en Psicología y escritora, quien se ocupa a través de sus libros para niños y adolescentes a la prevención de sus sufrimientos tales como el abuso, violencia en el noviazgo, anorexia y bulimia, HIV-SIDA. Son libros para sentir y pensar que después de cada relato, y con el objetivo de no quedarnos con el horror, dolor y angustia, exponen preguntas de debate que nos abren a pensar, identificarnos y pedir ayuda. Son especiales para usar en las aulas. Si quieres más información o conseguir el libro de donde viene este relato (Titulado ‘Cicatrices’), puedes contactarla a adriana.strupp@gmail.com