Nunca lo hubieran esperado…
Siempre se dice que los niños pueden ser muy crueles. Los adolescentes también pueden serlo, y mucho más que los menores. En un pueblo cercano a una gran capital, vivía un hombre sin hogar que acostumbraba a pasar las noches fuera de una tienda de videojuegos. Él pedía las monedas que a los jóvenes les sobraban de las máquinas, así podía comprarse comida y ropa abrigada.
Desafortunadamente no todos eran buenos con él. Había dos chicos que siempre se quedaban hasta tarde y luego de salir le derramaban refrescos encima. Los adolescentes le decían que olía mal y que se fuera del lugar. El anciano lo único que hacía era protegerse y pedir compasión, sin embargo ellos seguían y no lo dejaban dormir. Las cosas siguieron así durante meses, hasta que de pronto, una noche en la que nevaba y el anciano dormía, los jóvenes se acercaron y uno de ellos se paró sobre las piernas del hombre. Éste comenzó a gemir de dolor, mientras que el otro quinceañero se reía de la situación.
De pronto, el que estaba sobre el anciano dejó de molestarlo y se quedó en silencio. Su amigo no entendía por qué había dejado de hacer su espectáculo. Y entonces, comprendieron que el hombre los miraba sin decir palabra. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Haciendo un gran intento logró ponerse de pie. Se puso frente a ellos y esto fue lo que les dijo:
“Me he puesto de pie para decirles algo breve. Yo sé que ustedes son jóvenes buscando diversión. Lo hacen conmigo, arruinan mis noches y la ropa que con esfuerzo logro conseguir. Hoy en día las cosas están muy mal en el mundo. No me sorprende que ambos sean así. Tampoco que yo sea la víctima de sus travesuras. Después de todo, estoy en la calle, vivo aquí. Esta es mi casa y no es una casa privada. Sólo quiero decirles que antes de que comenzaran a molestarme, ustedes dos eran mis favoritos. Estoy aquí desde hace años y los he visto crecer. Al principio venían con sus madres, las recuerdo. La tuya usaba una cinta roja en el cabello y la tuya vestidos blancos. Ellas siempre me ayudaron. De hecho, ustedes también lo hacían a esa edad. Les preguntaban si podían dar algo de dinero al “hombre sin comida”, y ellas les entregaban monedas para que las pusieran en mi mano o en mi taza. Nos sonreíamos mutuamente. Era hermoso. No me tenían miedo como todos los otros chiquillos. Por eso los quería tanto, y los sigo queriendo. Porque yo sé que ustedes han olvidado esos tiempos y no se dan cuenta de a quien lastiman. Yo no he olvidado esa época en la que eran mis dos niños bondadosos, los que más se preocupaban de mí. Sé que no se percatan, pero a veces doy vuelta la cabeza y los veo jugar, escucho sus conversaciones sobre muchachas. Estoy feliz por ustedes. Han tenido una buena vida y la seguirán teniendo. Les digo esto porque creo que ya llegó el momento de hacerles ver que yo era el “hombre pobre” al que antes ayudaban. Pensaba en irme uno de estos días, cambiar de lugar, quizás buscar un pueblo donde el invierno no sea tan duro. Pero como no tengo recursos y estoy viejo, no me he decidido a hacerlo. Mañana me marcharé, buscaré refugio. Pueden tomar esto como una despedida. Antes, quiero darles un regalo. Tomen estas dos fichas que ustedes me regalaron una vez, hace años. Fue un día en que pensaron que yo no sólo necesitaba comida, sino que también necesitaba jugar maquinitas como ustedes. Así que cada uno guardó su última ficha y me las dieron en este mismo lugar. Me he quedado con ellas porque es de las cosas más bonitas que han hecho por mí. Ahora se las doy para que la guarden o para que las gasten si lo prefieren de esa forma. Pueden hacer lo que quieran. Sólo quiero darles las gracias. Gracias por cómo fueron, eso es lo que recordaré cuando ya no esté más aquí”.
El anciano se quedó en silencio. Se tocó los ojos con la palma de la mano y miró hacia el suelo. Después volvió a echarse en su lugar de siempre, tenía mucho frío y debía cubrirse. Fue entonces cuando los dos jóvenes fueron hacia él, se agacharon y le dieron un abrazo. Ambos lo abrazaron porque recordaron el cariño que le tenían, pero también porque necesitaban protegerlo del frío. Era su amigo y ahora lo sabían. No dejarían que nadie le hiciera daño. Los dos le pedían perdón mientras apretaban muy fuerte la ficha que el hombre les había dado.
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