Por Alvaro Valenzuela
2 February, 2016

“Yo te veo pegado a tu celular y a la computadora que tienes en tu habitación por horas. Incluso sé que cuando llegas de la escuela te quedas ahí encerrado sin hacer nada útil…”

Las personas mayores pueden ser fuente de sabiduría para los más jóvenes aunque muchas veces estos no se dan cuenta. Es cierto que la vida necesita de nuevas ideas que refresquen lo antiguo, no se puede vivir de la misma forma por siempre. Pero a veces a las personas más viejas se les pierde el respeto y no se les trata como se debería. El protagonista de esta historia una vez miró en menos a su anciano abuelo que padecía de una enfermedad degenerativa y parecía estar perdiendo lucidez, sin embargo supo darle una gran lección.

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“Mi abuelo era un tipo sencillo. Nunca tuvo carencias a causa de su arduo trabajo pero tampoco ambicionó grandes riquezas. Vivía con la jubilación relativamente bien. Su esposa -mi abuela- murió de un cáncer y los pagos de todo el tratamiento dejaron sus finanzas en rojo. Al menos eso me dijo mi papá. La pena, el dolor y la soledad del primer año de viudo fueron, según dijo el geriatra, los gatillantes de un Alzheimer.

Un día salió a caminar por su barrio junto al fiel Bruno, el cocker spaniel que era casi tan anciano como él, y se perdió. Lo encontró una vecina completamente desorientado a tres cuadras de su casa. Esa fue la primera señal. La segunda fue cuando dejó la plancha encendida sobre su camisa en la cocina y casi arma un incendio en el edificio donde vivía.

Mis padres lo invitaron a vivir con nosotros. Al principio se negó pero creo que lo terminaron obligando. La sala donde yo jugaba PlayStation y solía pasar muchos ratos de ocio se convirtió en su habitación. Además se quedó con la televisión. Eso no me gustó nada. De hecho le dije a mi mamá que porque no Anselmo alojaba al abuelo. Él era el hermano menor de mi papá y vivía en una casa gigante fuera de la ciudad. Ninguna de sus explicaciones me pareció razonable.

Yo adoraba al viejo de niño. Me enseñó a leer y fue el primero en llevarme al estadio (mi papá odia el fútbol). Siempre me compraba una gaseosa en el tiempo de descanso. Pero cuando fui creciendo ya no soporté sus reglas, su disciplina y sus retos. Creo que mi abuelo era mucho más severo que mis padres. No sé como mi dulce nona soportó a un viejo tan mañoso.

En mi casa estaba casi todo el tiempo acostado sobre la cama tapado con una manta y mirando los noticiarios. A un lado de su cama yacía Bruno vigilando la puerta. Mis papás se preocuparon por su estado de ánimo depresivo y decidieron que yo debía salir acompañarlo en las tardes en paseos diarios por el barrio. Como si yo no tuviera nada mejor que hacer. No tenía problemas para caminar pero era extremadamente lento y hubiese preferido cualquier cosa antes que eso. “Son 20 minutos, hazlo por tu abuelo, no seas egoísta”. Además el viejo quizás con qué locuras me iba a salir luego del Alzheimer que le habían descubierto. Como dice el dicho: “donde  manda capitán no manda marinero” así que tuve que obedecer. De mala gana, pero tuve que hacerlo.

Mi abuelo armado de su viejo abrigo cuadrillé, una bufanda y una boina se encaminó a la puerta. En una mano llevaba el paraguas y en la otra la correa que guiaba a Bruno. Yo abrí y luego los acompañé hacia el ascensor. No hablamos hasta salir del edificio. “¡Qué frío!”, dijo mi abuelo cuando salimos. Yo asentí. No iba a llover pero si habían nubes y un viento helado arrastraba las hojas en la calle. Bruno arrastraba a mi abuelo y yo caminaba a un lado con los audífonos puestos. Puse el volumen al máximo. Llevar mi Ipod era la solución para no tener que escuchar los discursos sin sentido de mi abuelo. Llegamos a una plaza que estaba a unas cuadras y nos sentamos en una banca. Mi abuelo soltó las amarras de Bruno pero este se echó a su lado en vez de gozar de su libertad como los otros perros que corrían en el parque. Así pasamos veinte minutos. Luego nos pusimos de pie y volvimos a casa.

Esto lo repetimos casi 2 semanas. Siempre la misma banca. Siempre llevaba mi Ipod. Siempre tenía que repetir el: “Por aquí abuelo” cuando  éste quería girar a la derecha cuando había que seguir recto. A veces no me hacía caso y tenía que hacer fuerza para que me siguiera. Era lo peor. Había veces en que hubiera querido dejarlo ahí sentado y correr muy lejos pero tan cruel no soy.

Una tarde yo tamborileaba mis muslos con mis manos en uno de esos solos de batería que me fascinaban cuando de pronto mi abuelo alargó una mano y me sacó del oído uno de mis audífonos. “Te vas a quedar sordo”, me dijo. Yo asentí y volví a enchufarme el audífono. Un minuto después me volvió a sacar el audífono y dijo: “Eres un imbécil”. Luego me dio un golpecito con la mano abierta en la nuca. No fue tan fuerte pero me enojé mucho y le dije alguna pesadez. Creo que “viejo loco”.

El me miró fijo a los ojos y yo pensé lo peor. Pensé que se venían uno de esos retos que tanto me atemorizaban de niño pero no… simplemente se acomodó su boina y dijo: “No sabes nada” y antes de que yo pudiera decir algo continuó:

No sabes nada de la vida y me vienes a tratar de loco. Yo sé que ya no me dejan estar solo. Sé que no puedo salir a la calle porque me pierdo. Incluso, te confieso el otro día no he podido llegar al baño y me oriné en los pantalones. Pero un segundo de lucidez me hacen ser mucho más cuerdo que tú”.

Yo seguí en silencio.

Yo te veo pegado a tu celular y a la computadora que tienes en tu habitación por horas. Incluso sé que cuando llegas de la escuela te quedas ahí encerrado sin hacer nada útil cuando podrías pasar horas afuera con tus amigos o gente de tu edad. Te veo pegado a ese aparato, con esa música infernal resonando en tus audífonos, cuando esas chica bien guapa que está sentada ahí en frente te ha mirado durante estas últimas dos semanas esperando que te acerques a hablarle. Siempre está aquí y siempre a la misma hora, pero tú nada.

Cuando tu mamá te prepara la comida tu no das las gracias, cuando tu papá llega de su trabajo tú no lo saludas y a mí prácticamente no me has dicho una palabra en estas dos semanas. ¿Sé te olvidó quién te da comida y te pagó todas esas mierdas que llevas puestas? ¿Sé te olvidó quién te llevó a la cancha primero? ¿Sé te olvidó que alojaste casi dos semanas en mi casa cuando tus papás se fueron de viaje? ¿O que te acompañaba hasta que te durmieras y te repetía las mismas historias más de mil veces?

Eso… eso para mí es estar más loco…”

Ante mi silencio el viejo se puso de pie, volvió a amarar a la correa a Bruno y comenzó a caminar de vuelta hacia mi casa. Ese fue nuestro último paseo y también la última vez que lo escuché hablar así. Unos meses después ya no podía salir de la cama y al final de ese año murió. Nunca voy a olvidar ese día. 

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