Hoy no quiere que ningún niño tenga una vida como la suya. No los quiere armados, robando, baleados ni presos.
La vida de Waldemar Cubilla partió siendo difícil. Desde su más tierna niñez, tuvo que sufrir los embates de la pobreza y la desigualdad. Creció en la Villa “La Cárcova”, en José León Suárez, Argentina, una zona residencial de considerable vulnerabilidad social, y bastante marginada por los otros estratos sociales y el mismo Estado.
Por ello, a los 9 años, en vez de estar jugando o estudiando, Waldemar transportaba un cochecito de bebé sucio y desvencijado. Trabajaba a su corta edad trasladando bolsas de basura, o como se dice en su país, realizaba “cirujeo”. Los vecinos que pagaban por su servicio, le daban unas pocas monedas y con ellas compraba comida, ropa y juguetes.
“Me acuerdo que subíamos a la montaña de basura a buscar zapatillas. Las fábricas las tiraban cortadas al medio, para que nadie les diera uso. Nosotros buscábamos un par o alguna parecida a otra, las cosíamos y con eso andábamos (…) De ahí salía todo: papeles, plásticos o metales para vender pero también las salchichas. Uh, cuando encontrábamos salchichas en la basura hacíamos superpanchos. Era una fiesta”
– contó Waldemar al medio Infobae.
También cazaba palomas y gaviotas, una aventura, y al mismo tiempo, una actividad necesaria para la subsistencia familiar. Con esa carne hacían guisos y empanadas. Una vida difícil, en la que prácticamente pasaba el mayor tiempo de sus días en un basural.
Que se vio decaer con más fuerza a los 15 años, cuando empezó a salir con pistola en mano. “Algunos se hicieron especialistas en cirujeo, otros fuimos más cobardes y salimos a robar”, y agregó que el pensamiento detrás, era simplemente decirse así mismo: “no merezco vivir así”, “no quiero estar más en la pobreza extrema”.
Eso sí, nunca dejó de asistir a la escuela. “Si abrías mi mochila, te encontrabas con los útiles, los libros y un arma”, afirmó. Waldemar llegó a secuestrar gente para pasearla por cajeros automáticos. De ahí a que terminara preso, solo era cosa de tiempo. Y ocurrió. Estuvo en total 9 años tras las celdas.
Pero los años pasaron y las oportunidades y el apoyo que siempre necesitó, por fin llegaron. Fue así como tras todo ese tiempo estando privado de su libertad, logró darle un vuelco a su vida. Se reinsertó. Y hoy a sus 35 años es un universitario más. Que por cierto, no está en cualquier grado, sino que de hecho, está estudiando para sacar un doctorado en sociología.
En la actualidad, se encuentra trabajando en uno de su proyectos más queridos, la biblioteca popular “La Carcova”, en la entrada de la villa que lleva ese mismo nombre. Se parece mucho a otra que el mismo Waldemar dirigía en el penal donde estuvo encarcelado, pero con una gran diferencia: esta se encuentra construida sobre una pila de basura.
“Por la cercanía con el predio del CEAMSE, los chicos que nacen acá, como yo, tienen una relación con el cirujeo casi inmediata. Todos, en algún momento, fuimos a revolver la basura o pedimos plata mientras los más grandes iban al lado con la carreta”
– relató Waldemar.
Su acercamiento con los estudios fue cuando en medio de su privación de libertad, conoció a un grupo de presos que estaban cursando carreras universitarias. Uno de ellos se le acercó y le convidó un libro gordo de sociología. Encendió la chispa. A los 23 años volvió a ser libre y se anotó en la sede de San Isidro de la Universidad Keneddy para estudiar Derecho. “Es loco eso, nuestra relación con San Isidro. Todos los desechos de ellos desembocan en un arroyo acá atrás. Todos mis delitos fueron en San Isidro”, narró Waldemar.
Ahí cursó dos años de abogacía, pero como era privada, no pudo seguir pagándola y volvió a delinquir. “De repente, era universitario y chorro”, explicó Waldemar. Recayó en la cárcel cuando tenía una libreta universitaria llena de buenas calificaciones.
“Ahí me crucé con un par de pibes y empezamos a imaginar esto de estudiar en la cárcel. Así que le mandamos una carta al rector de la Universidad Nacional de San Martín muy sencilla. Le dijimos que había unos presos que, como toda persona en esta bella república Argentina, tenían derecho a la educación”
– dijo.
Los escucharon y nació el CUSAM, que es una universidad dentro del penal. Ahí fue cuando se convirtió en el bibliotecario de la cárcel, mientras nacía Eros, su primer hijo, que tiene su nombre por lo que sintió Waldemar cuando leyó “El banquete”, de Platón. Ahí estudió sociología, teniendo el mejor promedio, siendo su tesis sobre el “El trabajo ciruja”. Se recibió. Y junto con él, otros cinco presos.
“La sociología me dio herramientas para interpretar la vida y las relaciones. Por ejemplo, las relaciones con los otros presos: ‘loco, si tuvimos la misma vida, vos sos de una villa y yo de otra, no nos apuñalemos‘. O con mi familia, porque viví el embarazo y el nacimiento de mi primer hijo por teléfono, estuve con él recién a los 3 años. Todo eso me ayudó a reflexionar. Mi pregunta era: cómo hago para no volver a caer en cana y que mi hijo no herede la cárcel”
– contó agradeciendo la carrera que estudió.
Después de todo aquello, está su vida actual. Cursando un doctorado y dirigiendo una biblioteca popular en la “villa basural” donde creció. Junto a Checho, un joven que llegó baleado a su penal, y que posteriormente estudió epistemología y filosofía. “Ahora miralo, es el vicepresidente”, afirmó orgulloso Waldemar.
En su biblioteca además hacen talleres de fotografía y gestionan velorios, lugar al que asisten 500 personas, la mitad de ellas, niños y jóvenes. “Que ninguno caiga en cana”, es su mensaje y su objetivo, y el que expresa poco antes de empezar su nuevo trabajo: como profesor de sociología en la cárcel, que paradójicamente, es una manera de no volver, como dice él.